Shakespeare

Comentarios · 794 vistas

“Mis perros sabuesos de papada grande y color arena, con una cabeza de orejas caídas que cogen el rocío de la mañana, sus rodillas torcidas y sus vientres rasantes, lentos cuando rastrean pero con unas voces profundas como campanas”. Sueño de una noche de verano. William Shakespeare.

                                                                  

La investigadora jefe del distrito de policía gritó mi nombre desde el otro lado del recinto y me hizo una señal. Cuando me acerqué a su cubículo se encontraba detrás de la mesa. Frente a ella había un hombre y una mujer. El hombre de pie, tembleque; la mujer sentada, cara mofletuda y escrutadora, se aferraba de las agarraderas de su bolso con sus manos blanduzcas. Su vestido de paño era del mismo negro opaco que su cabello. En su frente se veían una arruga pronunciadas y sus labios se movían de un lado para otro con frecuencia. El hombre era larguirucho, pálido, de cara huesuda. El sudor que le caía por los pómulos le daba un aire de enfermo.
—No quisiera hacer un escándalo —exclamó el hombre—. Pensamos que ustedes deberían hacer algo con más eficiencia y rapidez — escrutó a su mujer, buscando una mirada cómplice
—Estamos haciendo mucho más que algo —dijo la investigadora jefe de criminalística—. Les presento al inspector Colleen —añadió, refiriéndose a mí—. El funcionario Freddy Colleen. ¿Les suena el nombre?
—Lo he leído en los periódicos —dijeron ambos en coro.
—Tiene un verdadero don para encontrar personas extraviadas —señaló la funcionaria-—.
—Vale —dije con la cara hirviendo—. No es ningún don…
El hombre flacuchento respondía al nombre de Ronald Gibes y su mujer rechoncha se llamaba Sarah. Era la tercera vez que visitaban el distrito de policía de Wiltshire para rendir indagatoria por el asunto de la pequeña Vicky; no obstante , los datos dados por los padres no mostraban elementos importantes para la investigación
—¿Qué recuerdan de esa última noche junto a su hija? —pregunté.
—No se me quita de la cabeza —exclamó Sarah—. Estaba acostada en su cama, arropada con su cobijita azul de felpa llena de caritas felices, que según ella, eran sus angelitos guardianes. En la mañana siguiente no había rastros de mi Vicky, ni de su manta predilecta
—¿Escuchó o vio algo extraño durante la noche y la mañana siguiente? —pregunté—.
—Sí, señor Colleen. La ventana del cuarto estaba entreabierta, y nuestro perro ladró un buen rato en la madrugada—dijo la mujer.
—Tenemos un perro de pura sangre Basset-Hound. Es buen cazador y era muy cariñoso con la niña —interrumpió Ronald Gibes—. Le pusimos Shakespeare por aquello del “Sueño de una noche de verano”. Suele ladrarle a las liebres todo el tiempo, pero esa mañana estaba especialmente gruñón —añadió.
—Usted nos habló de un grupo de gitanos procedentes de Irlanda que ocuparon sin permiso su propiedad. Además… alcancé a decir, pero en ese momento el señor Gibes me interrumpió:
—Sí, los expulsé y se largaron lanzando amenazas. Mi hija desapareció tres días después de su partida —continúo Ronald.
—Esos malvivientes deben tenerla escondida en su caravana— interrumpió Sarah.
Al cabo de dos horas interminables de declaraciones reiterativas, datos insustanciales y opiniones personales cargadas de descalificación y reclamos a nuestra labor policial acompañé a la pareja hasta la salida del edificio de la policía y les dije que los visitaría pronto a su casa de campo, ubicada a quince kilómetros del pequeño pueblo de Castle Combe.
Programé mi visita y puse en orden algunas preguntas que les formularía, justo en el lugar en que habían ocurrido los hechos. Cuando el día llegó, me puse en camino en el coche .
Tenía muchos recuerdos de esa aldea sosegada. Solía visitar Castle Combe con mi padre al final de la infancia. Nos gustaba recorrer sus callejas, asistir a la misa en la iglesia de San Andrés y mirar embelesados ese reloj medieval que todavía funciona. Dejé de frecuentar el lugar a los catorce años, cuando mi papá no volvió a casa después de salir a comprar el “Daily Mirror” en una mañana de diciembre. Mamá y yo quedamos con el desayuno servido y muchas preguntas sin contestar. La gran incertidumbre , poco tiempo después llevó a mi madre hasta el Hospital Psiquiátrico de Bethlem en dónde estuvo recluida mucho tiempo con una melancolía severa. Mi padre sigue desaparecido y en cada caso que investigo, aunque parezca irracional, estoy tratando de hallar una explicación a lo ocurrido.
Llegué a la casa de los Gibes y Sarah me hizo seguir a la sala, me ofreció una taza de té y comenzó su dialogo con una protesta airada:
— ¡Nos han visitado cuatro veces y los alguaciles no aportan nada nuevo! Inspector Colleen, ¿podrá usted ayudarnos a encontrar a nuestra pequeña? Traté de parecer optimista, como correspondía, pero no tenía respuesta. No era fácil encontrar a una pequeña de siete años con vida un mes después de su desaparición. Las estadísticas jugaban en nuestra contra. No habíamos descubierto pistas que nos condujeran a esos nómadas irlandeses o “travellers” de los que nos hablaban Sarah y Ronald Gibes. Tampoco había ningún elemento que nos hiciera sospechar de los padres en la desaparición de Vicky. Me centré en los viajeros y Sarah dijo:
—En esa caravana habían chicos de distintas razas. Les tenían prohibido acercarse a nosotros y parecían hablar distintos dialectos, ¿no le parece muy raro esto?
—Sarah, ¿usted o Vicky lograron hablar con algún niño?
—No, los tenían muy vigilados. Además Vicky sentía mucho miedo de esos niños mugrosos.
—¿Dice que hablaban varios dialectos?
—Juro que habían asiáticos y negros en el grupo. Era más de una decena de chicos. Pero no estoy segura de cuantos . Y siempre iban en compañía de una mujer muy delgada con voz chillona.
—Ya veo —dije mientras tomaba notas y pensaba la manera de corroborarlas.Pasó una semana desde el encuentro con los Gibes en el distrito policial. Hice las averiguaciones pertinentes acerca de la caravana de gitanos y las declaraciones de Sarah no me cuadraban. Regresé sin avisar a la casa de los Gibes.
Eran las cuatro y media de la tarde. El sol estaba medio oculto en un cúmulo de nubes grisáceas. Hacía un viento fresco. Al ingresar a la propiedad divisé a lo lejos un rústico tendedero de ropa al aire libre. Inicialmente distinguí unas sábanas blancas y estampadas que se movían caprichosamente y ondeaban como insignes banderas de la paz. Me remonté a mi infancia, imaginé a mi madre tendiendo la ropa, los trapitos limpios al sol, mis juegos a los escondites entre aromas de lavanda y tacto de algodón. Pero, de repente, el idílico momento se transformó en sorpresa cuando, al acercarme más a la casa, en medio las sábanas colgadas sobresalió una cobija de algodón azul celeste en la que brillaban alegres caritas felices. Me bajé del auto y caminé directo a casa de la familia. Me crucé con un perro juguetón, de complexión fuerte y movimientos lentos que se acercó para olfatearme y me acompañó hasta la entrada.
Al llegar al portal de la casa me recibió una joven criada con delantal blanco y un uniforme azul celeste, le presenté mis credenciales y me pidió que esperara un momento. Luego de unos minutos regresó con cara, dijo que el señor estaba de viaje y que la señora se demoraría unos minutos en salir. Me hizo pasar al amplio salón con grandes ventanales y me pidió que tomara asiento. Supe por ella que llevaba cuatro días trabajando en la casa de la familia y aproveché para pedirle información acerca de la cobija azul estampada colgada en el tendedero:
—Shakespeare encontró esa mantita en alguna parte y me la llevo hasta el lavadero. La tenía agarrada suavemente con los dientes —dijo la chica—. Como estaba sucia y manchada de sangre decidí lavarla— me dijo con inocencia.
—¿Usted le contó del hallazgo a la Sra. Sarah?
—No, pensé que era un tema sin importancia.
—Ya veo…
Una vez solo, tomé mi teléfono móvil e hice una llamada al distrito de policía para que enviaran un equipo de búsqueda a la propiedad. Poco tiempo después escuché los pasos lentos y pesados de Sarah acercándose al salón. Me acomodé en la silla, saqué mi libreta y la pequeña grabadora portátil . La señora Gibes tendría mucho para contarme.

Autora: iris Luna Montaño

 

Comentarios