Más allá de la locura

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Me contaron mis abuelos que cuando eran ellos jóvenes y vivían en dictadura, esas viejas dictaduras de América Latina ausentes en la América de los gringos ni en la de los canadienses, que una vez ellos...

Me contaron mis abuelos que cuando eran ellos jóvenes y vivían en dictadura, esas viejas dictaduras de América Latina ausentes en la América de los gringos ni en la de los canadienses, que una vez ellos estaban en la medicatura rural del pueblo donde vivían antes de emigrar a Caracas, cuando unos policías, unos choperos, dijo mi abuelo sin aclararme el término, irrumpieron en la salita que se usaba como lugar de espera. Y luego no sin poca brusquedad abrieron la puertecita del triste consultorio donde el médico atendía. Y entre regaños de los guardias escucharon que quien parecía ser el jefe del piquete ordenaba al paciente, un señor llamado don Emiliano, vestirse rápido y acompañarlo afuera. 

– Salieron atropelladamente, cargando en su peso al sujeto y en todo aquello vimos unos máuseres – . Y  el abuelo tampoco me aclaró este término. Tal vez recordaba alguna otra escena, venida entre sus recuerdos grises, opacos, color kaki, los colores de cualquier dictadura, de los uniformes en muchas dictaduras. 

– Siga contando, no aliñe con sus comentarios – dijo Félix, uno de los oyentes. Y agregó: además, no toda dictadura. En algunas pulula el rojo – . 

– Sí, y la fuerza del color como que emboba a la gente y quedan extasiadas, entre mitos de igualdad y gigantescas fotos y estatuas del líder…– agregó con madura agudeza.

Traslado

– Llegaron a la comisaría. Rígida, austera y tacaña, como el comandante del puesto, un tal González Pedrosa, un disque coronel, sujeto duro y severo, enflaquecido por una parasitosis mal curada. El sujeto despachaba allí como si fuera una gobernación. Trabajaba con base en protocolos que él mismo diseñaba y que cumplía y hacía cumplir drásticamente. Hasta para apagar las luces de la pequeña estafeta, servir el café, barrer la hojarasca y hasta para alimentar a los dos venados que detrás de la casa y al fondo del patio mantenía ilegalmente. 

No lo tuvieron nada allí. En menos de una hora llegó una furgoneta, llena de fragmentos de macilla sobre el extraño color negro del pesado caparazón. Frío aquel carro… – .

– ¿Por qué frío? –, preguntó Naby, otra de las jóvenes que escuchaban. 

– No sé. Es que como me dijeron que no aliñara el cuento… 

– Era una mazmorra. Y estaba en Caracas, por los lados del centro. No era una cárcel propiamente. Lo tenían como en un sótano, húmedo y oscuro. Malamente ventilado. Tres sillas grises y un mesón de esos cubiertos por una resina gris también; un mastique, 

– No sé qué es el mastique –, se apresuró a decir Félix – . Y él mismo se dio la respuesta: tampoco sabemos qué son los máuseres ni qué es un chopero y sin embargo el cuento sigue. ¿No?

– Al rato ya lo estaban interrogando y maltratando para que dijera lo que sabía y lo que no… Se cuenta que don Emiliano no perdió la calma; y que siempre supo responder a aquellos hombres.

– Emiliano juntaba frases y utilizaba aquella psicología de la que estaba dotado, como si no le importase nada, sin sentir miedo por las tenazas en los dedos de sus pies. Unas tenazas de las que se ponen en los bornes de las baterías de los carros, para recargarlas. Pero sí que sentía dolor. Y mucho. Cuentan de los gritos. De él y de otros detenidos. Pero cuando cesaban en el tratamiento y venía el silencio de los torturadores, a la espera de alguna respuesta, don Emiliano iba de nuevo sobre ellos…

¿Quién tortura a quién?

– ¿Quién tortura a quién? –, les decía don Emiliano. Y seguía: hasta hoy yo he vivido libre en mi finca allá en Parapara, en lo mío –. Con mis vacas de ordeño, mis gallinas y mis puercos… ¿Y ustedes? – preguntaba el muy atento Falcón, para retener la atención y crear tensión narrativa. – Ustedes siempre aquí, dependiendo de un jefe que les obliga a proceder así, infligiendo dolor a un desconocido, sin metas propias, sin sentido para la vida… 

Y volvían a la carga, extrañados aquellos hombres – eran dos que le torturaban – por la perorata que les armaba Emiliano. ¡Habla duro, viejo! – le decían -. Y Emiliano los miraba a los ojos y seguía diciéndoles lo mal que vivían: en realidad ustedes no viven, ustedes mueren, mueren aquí. Están siempre muriendo, encerrados desde mucho antes que yo; en su triste papel de verdugos sin tener o sin poder hacer otra cosa en sus vidas, sus tristes y malditas vidas…

Uno de los hombres salió. Y no regresó. Entonces don Emiliano se quedó con el otro. Y esto le hizo más fácil encarar a su atormentador. Don Emiliano sabía que él también hacía sufrir al infeliz tuerto. 

– ¿Era tuerto? ¿Quién? 

– El esbirro, el esbirro. 

– ¿Cómo se supo? –, dijo Naby, interpelando a Falcón.

– Mi abuela dijo que ese hombre había trabajado casi toda su vida allí – casi toda la dictadura –  y que cuando el régimen cayó fue capturado y muerto por una turba. Y se sabía que era él precisamente porque era tuerto, tuerto de un ojo. 

– ¿Hay tuertos de los dos ojos? – , murmuró Merchán.

– Bueno, hay gente ciega que… – Merchán no dejó a Falcón continuar:

– Siga, siga… – apremiando.

Emiliano seguía atacando: tú terminaste siendo una hiena alimentándose de las carroñas de ideas basadas en la muerte de quien podía amenazar el poder inaudito y triste del gran jefe. ¿Cómo puedes permanecer tanto tiempo haciendo lo mismo? 

– Así fue trabajando don Emiliano al pobre tuerto. Y éste flaqueaba en sus ánimos. Aunque reanudaba su tortura, cada vez con menos control de sí. A menudo su cabeza giraba en todas direcciones, como buscando a alguien en la mazmorra, en algún rincón. 

Y empezó a escuchar voces… 

– ¿Quién? ¿Pero quién empezó a escuchar voces?,– repetía uno de los muchachos de entre quienes seguían el relato… 

– ¿Quién? –, preguntó Falcón.

– El tuerto. El tuerto escuchaba voces – , le respondió Falcón. Porque era en lo que insistía más al momento de ser capturado por los vengativos grupos que irrumpieron en aquel sórdido lugar cuando se inició la turbamulta anunciadora del fin del régimen. Las funciones de tortura y martirio le fueron acentuando la ciclotimia que desde hacía tiempo le notaban otros policías que se alternaban en semejante práctica. De la ciclotimia viene la esquizofrenia, si hay situaciones de estrés permanente, como la del pobre tuerto que poco a poco lucía más alterado ante la última de sus víctimas. 

– No sabes de cariño ni de amores –, afirmó Falcón ante la mirada de sus oyentes, en paráfrasis de su abuelo. Solo sabes de sexo tarifado o de violaciones, durante tus expediciones por el oscuro y mafioso mundo donde te mueves, infeliz. 

Así iba don Emiliano, a fondo contra la débil alma de aquel canalla uniformado del negro de la muerte de otros, y del escarlata que fluía por bocas y narices, por oídos y por el ano de quienes tuvieron por destino oponerse al régimen y ser llevados a Caracas en uno de esos furgones, oliendo ya a muerte y a fosa común.

Respecto a don Emiliano, la cosa no fue distinta: dolor y muerte. Pero al tuerto lo hallaron al final de aquella jornada, de aquella triste pero rutinaria práctica, lo hallaron acurrucado contra un rincón del sombrío calabozo, escuchando inexistentes voces que habían logrado su objetivo. De brazos cruzados, balanceándose atrás y adelante, dirigía su mirada hacia el cuerpo poco antes convulso de su última víctima, quien le hablaba con ojos desorbitados y dedos extrañamente crispados.

– Sí señores –, dijo Falcón a sus expectantes jóvenes, finalizando. Esta es la historia de don Emiliano y de su torturador enloquecido. Me la contaron mis abuelos cuando yo era un muchacho. Un muchacho que no entendía mucho de dictadura. La historia de un torturador derrotado por su propia tortura, más allá de la locura…

 

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